04 octubre, 2011

HACIA EL ESTADO ILEGÍTIMO

Cuando un Estado no puede hacer frente a sus compromisos financieros, pierde credibilidad en los mercados internacionales. Últimamente hemos oído esta letanía hasta la saciedad, como una versión 2.0 del hombre del saco. Pero cuando ese mismo Estado no hace frente a los compromisos con su ciudadanía, entonces pierde algo mucho más importante, su legitimidad.

Mucho hemos avanzado desde la visión del Estado como el Leviatán de Hobbes, aquel monstruo omnipresente que planea sobre todos nosotros y al cual debíamos entregar parte de nuestra libertad para poner límite a los excesos que la naturaleza humana genera si no es controlada de forma estricta. Pero desde los primeros teóricos de filosofía política hasta hoy, hay una consigna fundacional que debe mantenerse firme, el Estado moderno se basa en un pacto; por el cual los ciudadanos entregamos parte de nuestra liberta individual a una organización, a cambio de una serie de beneficios, particulares y colectivos, que se recogen en la Constitución. Si algún ciudadano incumple sus compromisos, el Estado dispone de los mecanismo para corregir y castigar dichas conductas, incluyendo el uso legal y legítimo de la fuerza. ¿Pero qué pasa cuando es el Estado el que no cumple su parte del trato?

En ese momento, todo se viene abajo. No hay que olvidar el orden de prioridades. Y antes que pagar a entidades de dudoso pelaje y condición, cualquier Estado tiene una deuda mucho más seria, que es todo aquello que establece su Constitución.

Un Estado que no cumple sus compromisos, no tiene derecho a reclamar que sus ciudadanos paguen impuestos y cumplan las leyes, porque ha perdido la legitimidad para exigirlo. Y mucho menos puede ejercer la fuerza que los ciudadanos le han otorgado, puesto que el pacto se ha incumplido. Así, los ciudadanos de un Estado que no es capaz de generar empleo, que aumenta la edad de jubilación, que reduce la educación, la sanidad, etc.. no tienen ninguna obligación, ni moral ni éticamente, de pagar impuestos. Y si ese mismo Estado pretende emplear la fuerza, los ciudadanos pueden responderle con la misma moneda, si en que ello significa un delito, al menos desde el punto de visto ético.

Obviamente, este planteamiento es ahora mismo más teórico que otra cosa. Principalmente, porque los países occidentales, a pesar de la crisis que nos sacude, todavía están siendo capaces de mantener unos mínimos (unos más que otros) en lo que a la calidad de vida de sus ciudadanos se refiere. Las barricadas las levanta la desesperación, nunca los ideales.

Pero casos como el de Grecia, donde para hacer frente a los pagos se está desmantelando el Estado del Bienestar a marchas forzadas, dejan la puerta abierta para que la rabia de los ciudadanos encuentre un vehículo ideológico y un objetivo, el mismo Estado que debía servirles de soporte y ahora resulta, cada vez más, una carga.

Resumiendo, como cantaba Extremoduro, o jugamos todos o rompemos la baraja.

05 septiembre, 2011

El 15-M, ¿tontos útiles?

Que estamos de mierda hasta el cuello, parece que ya está claro para todos. La fiesta temática “España, país del primer mundo” va tocando a su fin. Durante los años que ha durado, y gracias al patrocinio del pelotazo inmobiliario, ayudas europeas y otros, hemos podido presenciar una de esas parrandas de leyenda, de las que se cuentan a los amigos tiempo después; casas adosadas para todos, subsidios a destajo, presencia en las reuniones internacionales donde se corta el parné, cambio de coche cada 2 años, jubilaciones anticipadas de lujo, aeropuertos en cada capital de provincia, AVE, el no va más, como en Jolivú. Ahora sencillamente toca pagar la cuenta de la fiesta.

Comprensible el cabreo de la ciudadanía española cuando ha llegado la factura. Los que mejor se lo pasaron, los que se comieron los canapés, se bebieron las mejores copas y se follaron a la stripper, van desapareciendo de escena con suavidad. Con jubilaciones garantizadas tras unos años de duro trabajo en el Congreso, primas de las mismas entidades financieras que han dirigido con firmeza al desastre, stock options para repartir, colocados en diferentes foros internacionales, y así. Al resto, a los que apenas alcanzaron a rascar un triste canapé cuando el camarero estaba recogiendo las bandejas, les va a tocar pagar la fiesta. Y la broma parece que saldrá un pico por cabeza. Jubilación a les 67, cierres de centros sanitarios, recortes en educación y prestaciones sociales, paro al 20%, la contratación temporal formalizada in eternum, lo que todos estamos viendo. Y va para largo.

Así que el sentimiento generalizado de tomadura de pelo, de estafa, es más que comprensible. A partir de aquí, saltan las protestas, se organizan manifestaciones, ocupaciones de plazas, se agita el mundo 2.0, asambleas, etc.. Y en todos los diversos movimientos, una explícita voluntad de permanecer al margen de las estructuras tradicionales de poder, no organizarse como partido político, encontrar otra vía para cambiar las cosas.

No nos engañemos, por esa vía lo único que los movimientos asociados al 15-M (por utilizar una etiqueta fácil) han conseguido hasta ahora es noticiabilidad: portadas de periódicos, telediarios, hashtags en el Twitter, etc... Poco más. Por poner un ejemplo concreto, la lucha contra los desahucios por no hacer frente a la hipoteca. Si, se ha impedido algún desalojo, pero ¿cuántos más se están ejecutando al mismo tiempo sin que tengamos conocimiento? Juntar un grupo de voluntarios, hacer frente a la policía, salir en las noticias, llevarse un porrazo de recuerdo, todo muy romántico. A efectos prácticos, ¿de qué sirve? La única solución real pasa porque una ley admita la devolución del inmueble como contrapartida única y total de la deuda contraída. Todo lo demás son brindis al sol.

Para cambiar las cosas, para redistribuir la factura de la fiesta de una forma más justa (porque de pagarla no nos libra nadie) hacen falta leyes y organismos que las ejecuten. Hace falta el poder. Y este, actualmente, lo tiene el Estado. Mientras todo lo que salga del 15-M se limite a bellas declaraciones de intenciones, no llegaremos muy lejos. Al contrario, el Estado y los poderes que lo controlan estarán más que contentos si nos perdemos en discusiones estériles, denuncias de brutalidad policial, que si son contestatarios o perroflautas, etc... Mientras, el Estado sigue a lo suyo, dando forma legal a las herramientas necesarias para que la mayoría de la ciudadanía pague en los próximos años y nadie sea castigado por el estropicio.

Esta actitud integrista de mantenerse al margen puede ser interpretada como una voluntad de pureza, un rechazo legítimo a los mecanismos políticos que se han demostrado poco democráticos y fácilmente corruptibles, un romanticismo añorante de otros momentos históricos. Puede ser. Los más malpensados también pueden sospechar que al Estado esta actitud ya le va bien, que incluso la fomenta, porque ofrece a la ciudadanía una sensación de que algo se está haciendo, mientras encauza todo esta voluntad de cambio en un callejón sin salida, haciendo que las ocupaciones de plazas nos impidan ver el bosque de lo que se viene.

El cambio tiene que empezar por tomar el poder. Al menos, una parte lo suficientemente significativa como para poder establecer una negociación, o de lo contrario seguiremos limitándonos a hacer caceloradas cada vez que nos la vuelven a meter doblada. Que nadie entienda lo de tomar el poder como una invocación a las teorías leninistas, que las revoluciones se alimentan de la desesperación y ya hemos visto en que acaban, así que esperemos nunca llegar al límite donde destruirlo todo parece un buen comienzo. Si una cosa nos ha demostrado el 15-M es que hay maneras y herramientas nuevas para organizarse, para intercambiar ideas, para cambiar las cosas. Ahora se trata de encauzarlas en una dirección práctica, y no quedarnos con la sensación de haber sido unos tontos útiles.